Si Jesús quisiera animarnos, simplemente diría “¡yo los animo!”; en cambio, en el pasaje de hoy, leemos que dice “¡anímense!”. El animarnos es una decisión propia, una responsabilidad que Jesús pone sobre nuestros hombros. Jesús ya venció al mundo, ya hizo aquello que nosotros no podíamos hacer, animarnos es nuestro trabajo.
Esto es un gran desafío, porque Jesús nos deja la gran responsabilidad de enfrentar nuestras adversidades, no con una paz basada en nuestras fuerzas, nuestros recursos o una esperanza falsa; sino en la guía del Espíritu Santo, el poder de su Palabra y la promesa de su presencia en nosotros.
Muchos vivimos angustiados o nos achicamos ante los desafíos porque buscamos la paz terrenal en lugar de la paz divina. Pero si reconocemos que en Jesús hallamos paz y que él venció al mundo, sabemos que podemos ser vencedores ante cualquier situación en el mundo, porque vivimos en Jesús y él en nosotros.
Una paz terrenal se basa en un lugar de aguas tranquilas, en el cual sólo escuchas los pájaros cantar, donde los vecinos que se quejan no pueden ir, donde no se habla de ninguna crisis. Es un lugar donde imaginas que estás sólo con Dios y con la naturaleza y puedes meditar constantemente para encontrar paz interior. El problema está en que, al salir de ese lugar, todos tus problemas siguen presentes, porque esa es una paz terrenal. Pero la paz que Jesús nos da es eterna.
Pase lo que pase tenemos que vivir con esa actitud que dice ¡déjame vivir en paz!, porque lo que estamos enfrentando no puede robar nuestra paz si no le damos el permiso.
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Amén
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